Solo una tarde

Se tenían un efecto casi magnético, uno sobre el otro. Se conocieron en un bar un medio día de abril. Él almorzaba con unas amigas, tal vez los aires que inspiraba Ella provocaban en Él algo tan fuerte, que sus compañeras no lo resistieron y se fueron mascullando por lo bajo. Tal vez hablaban de ella. Quién sabe.
Lo importante es que se fueron juntos y pasearon por toda la ciudad. Él sacaba fotos, no podía dejar su trabajo de lado. Le apasionaba caminar por la ciudad y lo que le atraía, “chic”, le sacaba una. La gente los veía pasar con un tono de envidia. Él sonreía mucho. Ella no hablaba. Pasaron una tarde magnífica, de esas en que hay un cielo diáfano, viento cálido que te peina la frente y uno pone la cabeza para sentirle la temperatura que reconforta después de haber vivido un invierno cruel. Llegaron a un bar cerca del río. Él se encontraría con un amigo para hablar cosas de su trabajo. Ella lo acompañaba fielmente, pero con cierto desinterés.
La charla fue común, de esas que se dan en los bares. Charlas en la que se habla del clima, de la familia, alguna anécdota cotidiana, películas y tal vez alguna queja sobre política y economía. Después de toda la perorata hablaron de su trabajo y ciertos proyectos. La reunión fue distendida y amena, pues eran conocidos de hace tiempo y se llevaban bien. Hasta que Él sonrió y su amigo se dio cuenta que era por Ella. Esto no le gustó a su amigo, que no sentía celos, ni menos escondía sentimientos por Él. Pero simplemente creía que no era bueno que Ella anduviese con Él. Rápidamente el amigo se paró y se fue al baño, obviamente por urgencias escatológicas que escapan a cualquier reloj y lugar. Pero el gesto que hizo su amigo, dejó en Él una extraña sensación. Algo que no se podía explicar y que se quedó pensando mientras miraba el río y el reflejo que producía el sol sobre el agua, dejando tonos plateados y marrones oscuros que prácticamente lo hipnotizaban y le hacían perder el pensamiento. Su amigo volvió, le explicó que ya era tarde, que tenía que ir a ciertos lugares y que lo debía dejar. Pagaron la cuenta, se despidieron y Él emprendió la caminata a su casa, junto con Ella.
Existía cierta mística, que parecían uno solo cuando caminaban juntos. Era algo totalmente recíproco lo que sucedía entre ellos. Nada los separaba ese día.
El atardecer, la costa, el pasto del parque que pisaban miles de personas en la ciudad y que inexplicablemente nunca cambiaba y el vientito que le susurraba en la oreja, lo inspiraron para sentarse y tomar unas fotos, sacar una pequeña libreta del estuche de la cámara y escribir algo que nunca nadie leería, pero que a Él reconfortaba. También Ella se sentó con Él. Después se tiraron en el pasto a mirar las últimas gotas de claridad celeste, hasta que se inundara de naranja, con algunas nubes rojas que desentonaban en el cielo tan liso. Y fue cuando decidieron emprender la vuelta a casa.
Él se saco la ropa, se puso un short corto que se notaba muy usado y una remera del mismo estilo; Ella, inmutable. Él fue hacia la cocina y se puso a calentar agua para tomar unos mates. Sacó su yerba preferida, la dejó en la mesada y apoyado en un costado esperó a que el agua llegara a los ochenta y cinco grados. Temperatura en la cual la pava hacía un silbido metálico e indicaba que ya estaba perfecta para la infusión. Pero en ese momento de espera, se acordó de sus amigas y de su amigo del trabajo. Su cara se iluminó de preocupación. Corrió hasta el baño. Se miró al espejo su aspecto pálido y sonrió. Fue en ese instante, que se miraron por primera vez. Él cortó un pedacito de hilo dental y con el dedo índice y pulgar de cada mano se la retiró de una pasada.
Ella, cayó en el inodoro con el hilo y no se supo más de su paradero. Él sigue sonriendo, sin provocar rechazo en ninguna persona por tener una hojita de perejil entre los dientes. Y sin miedo de que nadie le avise que se pasea con una de Ellas, porque siempre lleva hilo dental dentro del estuche de su cámara de fotos