Reclamos

Tus líneas rectas
no dejan ser a los demás,
mi visión oblicua
apenas te comprende
y entre los dos
no hacemos medio.
Las preguntas trilladas
no sirven
ni contestan
no descubren
el reflejo de tus mentiras.

Mi boca se abre
con palabras inocentes
y doble filo
no cortan tu coraza
que amenaza destrucción.
Yo no me gasto,
las letras saben salir
buscan solas hablar.

Tanto supieron
vivir tus pieles
para endurecerse
y no sentir,
no reclames el amor
que nunca te puede rozar
que no te puede cortar
bajo la lluvia de diciembre,
la compañía de la soledad
la hipocresía perspicaz
de cizaña familiar.

Mi boca se abre
deja salir el mar
deja salir el agua
que sabe horadar,
hablar lo que nunca
expresaste.

Catársis Onírica

Cuando era chico soñaba que me caía, llegaba a un verde parque y corría sin cansarme.
Supe nadar un río y luego todo se convertía en rojo.
Mi familia se fue; en el diario salió algo trágico.
Ya no se qué hacen los de blanco cuando no me puedo mover.
Extraño caer y despertarme en la cama de mi casa, sentir que todo era sueño.
Es por eso que hoy salí del psiquiátrico y compré un revolver.

PSICOMAQUIA

La plástica mirada
es el terror despechado
de que la luz descubra
el reflejo que no quiero ver

El miedo de cambiar
donde apunta mi cabeza
obliga a lo no deseado
para poder ser

Cae el pensamiento
en el lugar de siempre
me hundo en el intento
de mostrarte diferente
y es lo único
que te puedo ofrecer
porque no me entendés
y no puedo explicarte

El vicio de no sabernos
condena todos los tiempos
circulo temperamentales
que cierran, y cierran igual
me obligan a preguntar
a todas las paredes
los silencios no respetados.
Ojos ofuscados
que esconden lo que dicen
tras la pared de psicopatía
transparente,
como la ingenuidad.

Entonces decido quedarme quieto
para ver como es tu baile
para trascender la limpidez
de tu inocente machaco.

No lo aguanto,
disparo con mis letras
palabras, ideas.
Que saben traspasar el vidrio
tu inconsciente de cristal.

Canguelo de la misma parca
persigue incesante mis ideas
como verdugo del destino
o el circulo infinito
que fragmenta los días
como el sol la noche.

Y el TIC TAC que resuena,
no es buena
la esperanza
de que el minuto pasó
creyendo en el presente,
el pasado se añora,
el futuro adueña a la fantasía
de mi poesía
de tu delirio

Y te lo digo,
YO PIENSO DISTINTO.

“El Silencio de la imagen”

“El que lucha con monstruos, debe tener cuidado de no convertirse a su vez en monstruo. Si miras durante mucho tiempo al fondo del abismo, el abismo terminará por entrar en ti.”
(F. Nietzsche)

“Es en el espacio de la pura visión donde la locura despliega todos sus poderes”
(M. Foucault)





Ethel perseguía reflejos y sombras en los lienzos, bautizándolos con pintura los atrapaba en la eterna figura que los paralizaba. Acariciaba su tela, hasta que sentía el deber de agarrar sus herramientas y lanzar manos a la obra. Agarraba pomos de acrílicos los apretaba para poner algo de su contenido en paletas viejas que su madre ya de pequeña le había regalado. Sumergía sus dedos en los colores hasta sentir que la pintura penetraba en las uñas, hasta esos lugares donde no llegan los cepillos para poder limpiárselos, y comenzaba. A veces también usaba espátulas de diferentes formas, pinceles de diferentes tamaños, incluso esponjas u otros artilugios. Ethel no se definía por un estilo, ella no tenía definición decía. No figuro en el diccionario – bromeaba. No era solo una palabra para poder tener significado. Nunca hacía bocetos, nunca dibujaba. Ella solo veía su lienzo y repetía la rutina de encerrar, con el talento que la caracterizaba, figuras que se paseaban en él. No sabía de dónde venían, no sabía dónde iban, menos por qué estaban ahí. Los reflejos aparecían como luz del sol tras las hojas de los árboles, hasta que se volvían más nítidos, y recorrían el espacio fugándose por los horizontes laterales. Fotografía estática, el lienzo, los dejaba escapar pero estos luego volvían como si no supiesen dónde estaban, mirando hacia todos lados. En el cintilar instantáneo de esas formas, las dejaba presas de sus figuras inquietamente estáticas, atrapadas en un sin-tiempo de ensueño. Ethel aprovechaba sus mejores poses para pintarlos, y allí quedaban. Animales, personas, dioses, símbolos, miedos y alegrías, palabras, fantasmas, apariencias, vicios, costumbres, triunfos y fracasos vestidos de frac, todo llegaba al lienzo de Ethel para ser eternizado con pinturas.
Una mañana, una mujer apareció en el espacio en blanco iluminado solo por la claridad del sol que dejaba pasar la ventana de la habitación. Curiosa figura acéfala se confundía entre tantas otras que anteriormente sabían presentarse, pero su cuerpo se comportaba como si allí tuviera un par de ojos para poder ver. Caminaba un lado hacia otro con sus manos colgando a los lados. Pantalón negro ajustado a su figura, que dejaba lucir la silueta de sus caderas, zapatos tipo borseguíes marrones, gastados, de suelas finitas, una camisa azul, de tela de jean arremangada a los codos la vestían torpemente. Ethel abrió su boca y se la tapó con la mano derecha. Los parpados muy distanciados de las pupilas dejaban leer el pánico en su rostro. Con la mano izquierda, y por primera vez, empujó el lienzo con fuerza dejándolo caer al suelo. Miró y camino lentamente a la ventana sintiendo que sus pies no tocaban el suelo o como si ni si quiera los moviera.
Las escenas sucedían en su cabeza como un álbum de fotos de exposición fúnebre. Y cada una de ellas tomaba fuerza en alguna parte de su cerebro formando una gran imagen humana con forma de mujer. Discontinuas, extravagantes, circenses formas, incoherentes muchas, representaban algo de Ethel y ella lo sabía. En lo más recóndito de su ser recordaba cada una de las pinturas, pantomimas de su personalidad, navegando en un lienzo sin fondo, sin horizonte. Solo faltaba su propio retrato. Cosa que no podía enfrentar sencillamente. Parada entre tantos trastos viejos del taller, que nunca le regalo juventud, se le cruzó como una flecha el pensamiento de no querer recoger el lienzo, escapar por la puerta y viajar a países desconocidos y nunca volver a su vida. Pero yo creo que ni la misma Ethel sabe por qué, tomó ese abismo blanco con sus dos manos y lo puso prolijamente en su caballete.
Preguntas que respondían más preguntas que surgían. Ese rectángulo tan penetrante no tenía nadie allí. De repente una figura femenina corriendo por la mitad de la escena cruzándola de lado a lado sobresaltó a Ethel que dio un paso hacia atrás por miedo a que la figura quisiera salir. Luego de un momento, caminando hacia el centro de la escena la figura se paró mirando hacia Ethel y se acercó. Estaqueadas al suelo, frente a frente se miraron como si se conocieran de años. ¿Pero por qué esta figura no tenía cabeza? Intuitivamente Ethel rompiendo el paralítico momento llevó sus manos a su cara tapándosela, con vergüenza, con inquietud. Escurriendo entre sus dedos débiles, dudosos, sus ojos, como quien espía por la cerradura de una puerta para ver lo escondido, lo prohibido, lo incuestionable, con la forma del perímetro de sus manos el rostro de la mujer se lograba distinguir. En el mismo instante en que Ethel descubría su efímero gesto y sus propios ojos mirándola tan profundamente que creía ahogarse en ellos ocultó rápidamente sus manos en la espalda.
La imagen sin cabeza decía más que mil palabras, definía lo que Ethel era, su vocación, su verdad, tan consustancial que no tenía rostro para mostrarse y que más que un reflejo era su proyección al mundo, a un precipicio lleno de preguntas como es un espacio en blanco, donde no existen imperfecciones, errores, y solo los separaba el vértigo de la tela. Con necia intrepidez Ethel buscó en los trastos viejos del taller una máscara que había hecho para un carnaval. Máscara de yeso, adornada con puntillas, plumas y dibujos de fuertes colores, en tonos blancos, negros y dorados, que arrancó con desmesura, para que no exista nada más que el blanco yeso. Se miró en un espejo cómo le quedaba la máscara y largó una carcajada irónica, nerviosa, sostenida como si en ese instante dieran vuelta la cuerda del reloj de Cronos, que ni él mismo conociera el tiempo verdadero de la historia. Risa renovada, fatua, apagada, casi ridícula que calla sin saberse su inicio. Siempre mirándose al espejo, se pensaba si ahora podría ver su propio rostro en la pintura.
El silencio de espera de la imagen femenina, vago espejismo conciente de Ethel determinaba su propia figura. El ensueño seductor detrás del misterio que despertaba la situación, estimulaba a Ethel a apretar con fuerza las pinturas y descargarlas en su paleta. Su mano llena de colores se elevó sobre el lienzo y al acercarse se detuvo temblorosa, inconsistentemente. Su retrato esperaba y como si la propia tela pudiera acercarse a su mano al fin se encontraron. Sellaron el fin del fin, antes del último suspiro libre de la figura. En el reflejo de la invisible perspectiva lumínica denotaba que su rostro no poseía gesticulación. Carecía de toda mueca que ilumine la duda. Semblante cuestionador y rígido no dejaba de decir al mismo tiempo que callar. Y en el último trazo de pintura al perder contacto con su tela Ethel se sobresalta.
Quieta en la inmensa blanca oscuridad donde se encontraba, sin trastos viejos, sin taller, sin pinturas, sin lugar, sintió la innegable asfixia de la verdad. Sin escapatoria se dio cuenta que nunca había pintado el fondo. Ethel, una figura sin lugar, sola en su cuadro, cada vez que soñaba recreaba su propia existencia, renovaba su propio aire para poder respirar el delirio de verse distinta en una nave tan procaz como la imaginación y silenciosa como el ruido mismo en la sordera del fondo blanco y creía estar del otro lado.